Durante el mes de Junio el blog se centrará en la figura del dominico Vincent McNabb, uno de las figuras más representativas del distributismo a principios del a.XX. Aunque, en su momento, fue ampliamente conocido, hoy su perfil queda algo ensombrecido por la gran relevancia que tienen Chesterton y Belloc. Con este especial esperamos acercar a este gran personaje a los distributistas del s. XXI, porque merece la pena que lo conozcan por lo mucho que se puede aprender de él.
La biografía que presentamos a continuación, fue publicada originalmente en el blog, Liga distributista, al que agradecemos que nos haya dado permiso para reproducirla.
Joseph McNabb nació el 8 de Julio de 1868 en Portaferry,
Condado de Down, Irlanda, a pocos kilómetros de la tumba de San Patricio,
aunque poco después se mudaron a Belfast. Era el décimo de once hermanos,
hijos de “un maestre de buque mercante (para darle su título de nobleza) y una
costurera”. Su padre pasaba tanto tiempo en el mar, que pocos recuerdos dejó al
pequeño. Pero, en cambio, su madre, quien de joven había trabajado en
Nueva York en una tienda por departamentos, era la heroína de los hermanos
McNabb. En Eleven, thank God! (Once, ¡gracias a Dios!), que
fue una especie de recopilación de recuerdos de la niñez, dedicada a su madre,
McNabb cuenta cómo además de criar su numerosa prole, ella tenía tiempo para
atender enfermos limpiando sus hogares y asistir en las obras de caridad de la
parroquia.
Pronto Joseph asistió como pupilo a la escuela del St.
Malachy’s College, seminario diocesano de Belfast. Cuando nuestro biografiado
tenía 14 años, los McNabb se vieron forzados a emigrar a Inglaterra,
asentándose en Newcastle-upon-Tyne, donde el padre obtuvo un trabajo.
Hasta los 16, el joven Joseph regresaba regularmente a St. Malachy’s, donde
permanecía por el resto del año lectivo. Sin embargo, las vacaciones con
su familia en Newcastle fueron suficientes para que el adolescente conociera a
los frailes dominicos que atendían la parroquia local.
Pasó un año en la escuela St. Cuthbert’s de Newcastle, pero
ya estaba decidido. El 10 de noviembre de 1885, tras una difícil y paciente
persuasión de su padre, ingresó al rudimentario noviciado de la Orden de
Predicadores enWoodchester, Gloucestershire. En honor de San Vicente
Ferrer, adoptó el nombre de religión Vincent, con el cual será recordado. Tras
un noviciado brillante en logros académicos, fue ordenado sacerdote en
septiembre de 1891, poco después de cumplir 23 años. Y viajó a Bélgica, para
estudiar en la Universidad de Lovaina, siguiendo el ejemplo de otro
dominico de su Provincia, el P. Humbert Everest. Allí, en 1894, obtuvo el grado
de Lector en Sagrada Teología.
Durante sus 58 años como dominico, McNabb vivió en
Inglaterra, su segunda patria. Alguna vez dijo que amaba a Irlanda como su
madre y a Inglaterra como su esposa. Cuando el editor de The Catholic
Times, periódico de la colectividad irlandesa de Manchester, le preguntó porqué
no ayudaba más a sus compatriotas, le dijo que los ingleses también lo
necesitaban y que eran tan víctimas como ellos de la Reforma.
En el convento de Hawkesyard, Staffordshire, a su
regreso de Lovaina fue profesor de Teología para los novicios. Luego, fue el
prior de ese mismo convento por seis años, antes de ser enviado a Londres como
vicario de la parroquia-convento de los dominicos, St. Dominic’s. A
continuación, fue prior del convento Holy Cross de Leicester por
otros seis años.
Fue con este último cargo que debió visitar los Estados
Unidos en la primavera de 1913. Sus conferencias de Nueva York le ganaron
buena fama en este país y las iglesias católicas norteamericanas se lo
disputaban como predicador. Posteriormente, regresó a Hawkesyard, esta vez como
prior nuevamente.
Durante la Gran Guerra del ’14, se preocupó mucho por la
suerte de los belgas, especialmente los inmigrados a Gran Bretaña.
Terminada la contienda, el soberano de Bélgica lo hizo caballero.
También durante este tiempo, comenzaron sus problemas:
personales y espirituales.
Podía leer y citar el Antiguo Testamento en hebreo, el Nuevo
en griego y las obras de Santo Tomás de Aquino directamente del latín. En la pobreza
de su celda, no había nada más que un breviario,
una biblia, las Constituciones dominicanas y una copia de la Summa.
Dormía en el piso de madera de su celda y leía y escribía
—siempre a mano, con una letra siempre legible— de rodillas, en hojas que le
regalaban y sino, en los márgenes de diarios, en sobres usados o en el reverso
de cartas recibidas, que iba acumulando en una caja. Además, comía poco por
culpa de su “estómago protestante”, según bromeaba.
La Santa Misa y el Oficio Divino eran
algo a lo que el Padre McNabb no podía faltar. Y se enojaba con quienes
consideraban el Rosario como una oración para principiantes.
Siendo prior en Hawkesyard, ayudó a bien morir a las poetas
Katherine Harris Bradley y, su sobrina, Edith Emma Cooper (“Michael Field”).
Pero su ascetismo radical se proyectaba sobre sus frailes y
algunos de éstos pronto se quejaron ante los superiores de McNabb por
considerarlo inhumano. En 1917 renunció como prior para ir a Roma por breve
tiempo, pero ya nunca más se lo pondría al frente de un convento.
Viajó, entonces, a Roma para tomar su examen ad gradum. Como reconocimiento del
manejo que tenía de las ciencias religiosas —entre sus examinadores en Roma se
contaba el P. Réginald Garrigou-Lagrange O.P. —, obtuvo la Maestría en
Sagrada Teología.
A su regreso de Italia, fue designado profesor de Dogma en
el noviciado dominicano inglés, antes de ser nombrado párroco de St.
Dominic’s, en Cobbets, Londres. Allí, a los 52 años, pudo finalmente encontrar
un ámbito apropiado para su labor de predicador, convirtiéndose, per accidentem —como dice uno de
sus biógrafos—, en toda una figura del catolicismo inglés.
De sus tiempos de profesor, recordaban sus alumnos salidas
como la siguiente: “Pensad en cualquier cosa si deseáis, pero por el amor de
Dios ¡pensad!”.
En su tiempo, Blackfriars, el periódico de los
dominicos de Oxford, era muy leído, incluso (quizá más) por gentes extrañas a
la fe católica. Allí también escribió regularmente el Padre McNabb, donde
aparecieron algunos de sus más famosos ensayos.
Como Santo Domingo, caminaba a todas partes, con su
hábito tejido por sus amigos de Ditchling, sus botas militares, su capa raída y
un saco de loneta donde cargaba la Vulgata, el breviario y algún que otro libro
que fuese a necesitar. Incluso llegaba admirar a otro gran caminante, su amigo Hilaire
Belloc —récord de caminata entre Londres y Oxford—.
En 1941, cuando cumplió el 50º aniversario de su ordenación
sacerdotal, quiso viajar a pie hasta Roma siguiendo el trayecto que Belloc hizo
a los 31 años y cuenta en The Path to Rome. Pero su provincial, atendiendo
a los 68 años de McNabb, se lo prohibió, obligándolo a tomar el tren y el
ferry. En esa oportunidad declaró que en esta vida sólo hay tiempo para pelear,
pero que hay una eternidad para disfrutar de los amigos, y él los tenía en
abundancia: Belloc y Chesterton, Blunt, Chute, Gill y Pepler, y tantos otros
pobres desconocidos.
Verlo con su hábito y capa al viento, caminando hacia el Hyde
Park, la Parliament Hill, la Universidad de Londres o algún teatro,
donde iba a sostener alguna de sus famosas polémicas, lo convertía en un
excéntrico personaje del siglo XIII en pleno siglo XX.
Con dificultades para decir que no, colaboró con entusiasmo
en todas las obras católicas que aparecieron en la Inglaterra de su tiempo,
tiempo que muy fértil en obras católicas. Acompañó a la Catholic Evidence Guild,
grupo apologético animado por los esposos Frank y Maisie Ward de la
célebre casa editorial católica, en sus debates de Hyde Park o Parliament Hill.
Lejos del polemismo agrio de tanto apologeta al uso, el
Padre Vincent conquistaba a su audiencia con humor y respuestas sagaces,
como aquella mujer que le gritó: “Si
fuese su esposa, le pondría veneno en el té”; a lo que él respondió: “Pues, señora, si yo fuese su esposo, me lo
bebería.” O en aquella oportunidad en una audiencia pública ante la Cámara
de los Comunes cuando un grupo de expertos médicos proponía esterilizar a
grupos de pobres miserables que vivían en condiciones que los podrían convertir
en degenerados. Alzó la voz y sentenció:
“Como experto en Moral, certifico a ustedes —señalando al grupo de médicos—
como degenerados morales.” La
asamblea estalló en risas y aplausos.
No pocas veces fue invitado a conferenciar ante una audiencia
anglicana y apoyó varias asociaciones de anglo-católicos urgiéndolos
a una pronta reunión con Roma.
También la creación de la comuna de Ditchling, se debió
—al menos en parte— a su influencia, diciendo Misa en su capilla, cada vez que
los visitaba. Aunque cierto “vedetismo” de sus artistas, lo iría alejando
del proyecto, a medida que sus protagonistas se alejaban del ideal original.
Fue, asimismo, uno de los líderes del movimiento
Back-to-the-Land (De Regreso al Campo), que buscaba aliviar la durísima
vida de los barrios obreros, mediante la creación de comunas rurales
autosuficientes. “La ciudad —afirmó
rotundamente en su clásico The Church and the Land (La Iglesia y el
campo) — es la tumba de la religión, y la
era de la máquina es la condena de la humanidad.” Así impulsó también el Distributismo,
junto a Chesterton y Belloc, recordando que la Economía es un capítulo de la
Ética y que sin moral queda desenraizada.
En una ocasión predicaba en Hyde Park, “vuestra vida es una locura, debéis liberaros, dejad Londres y volved a
la naturaleza”. Cuando alguien le preguntó, “¿cómo se supone que lo haremos?”, sólo respondió: “caminando”.
Abominaba de todo tipo de máquina, incluso la de
escribir puesto que temía empeorar su cuidada letra cursiva —cosa que nosotros,
en la era del “mouse” y el teclado de computadora bien sabemos—. Y Belloc,
siempre fascinado por los mecanismos, cuanto más complicados mejor, solía
intercambiar bromas con él al respecto.
No sólo teorizó sobre estos temas, sino que los puso en
práctica. Con la ayuda de algunos frailes, convirtió el jardín de Hawkesyard en
una huerta que permitía alimentar no sólo a los dominicos del
convento sino a los pobres de la zona.
Los pobres fueron siempre su principal preocupación.
Incluso las colectividades judías de Whitechapel y de todo el East London, lo
reconocían con afecto y esperaban sus visitas. Hay cientos de anécdotas sobre
McNabb y sus obras de caridad “uno por uno”, sólo conocidas por él, sus
beneficiarios y Dios.
Anécdotas como la de aquel pobrecillo del barrio de St.
Pancras, cuya esposa e hija (católicas ellas, él no) habían muerto y por las
que el Padre Vincent dijo la Misa de réquiem y pagó las flores del funeral, que
quiso forzar al viejo dominico a tomar un taxi que lo devuelva a su convento en
medio de una terrible tormenta. “Bienaventurados
los pobres. Pocas cosas me han conmovido más que esa. A pesar de su miseria, me
ofrecía pagar el viaje. Imaginemos eso de alguien que no tiene fe. ¿Qué voy a
hacer cuando lo vea de nuevo? Besar sus pies sería indigno de él. Rezaré… para
que Dios le dé el consuelo de la fe.”
Durante meses, quizá años, de camino a Parliament Hill,
limpió semanalmente la habitación de una anciana postrada, en un mísero
edificio cercano a Camden Lock. Como otras muchas de sus obras de caridad
a escala humana, sólo se conoció tras su muerte.
Con el cuerpo debilitado desde hacía décadas y con problemas
en la garganta, siguió predicando hasta el fin de sus días. Murió en la
parroquia St. Dominic de Londres el 17 de junio de 1943. Un tiempo antes, el 14
de abril, su médico le avisó que ya no le quedaba mucho de vida pues tenía un
tumor incurable en la garganta.
Siempre fiel a su estilo, dijo a las Hermanas de la
Misericordia un par de días después, en su sermón luego de predicar sobre la
Pasión y Muerte de Nuestro Señor: “Ahora,
queridas hermanas, tengo una muy buena noticia para ustedes. Ésta es la última
vez que estaré hablando en esta capilla ante ustedes. Saben que en estos
tiempos —en medio de la Segunda Guerra Mundial— todos son llamados… ¡Yo también he sido llamado!... ¿Y para qué? Para
encontrarme con el Rey de Reyes, y no por una vida sino ¡para la Vida Eterna!”
En otra oportunidad, consolaba a un interlocutor: “No veo por qué deberíamos hacer una
tragedia de todo esto. Es para lo que me estuve preparando toda mi vida. Estoy
en manos de mis doctores o, mejor, en las manos de mi Dios.”
En la mañana del 17 de junio llamó al prior hasta su celda,
donde se encontraba sentado en una silla de paja (aún no podían convencerlo de
recostarse en una cama). Cantó el Nunc Dimitis por última vez, se
confesó con el padre prior, renovó sus votos religiosos y, a continuación,
entregó la condecoración de caballero belga y su anillo como maestro en
Teología. Durante hora y media perdió el conocimiento, suspiró y se durmió para
siempre.
Su cuerpo fue expuesto, portando el hábito blanco, durante tres
días en la Capilla de la Virgen del convento de Santo Domingo en Londres,
mientras una multitud de jóvenes y ancianos, pobres y ricos, pero especialmente
pobres, desfilaban para dar su último adiós. El lunes 21 de junio tuvo lugar la
Misa de réquiem en St. Dominic’s, mientras las calles de los alrededores
se encontraban completamente cortadas de tanta gente allí reunida.
Siguiendo sus deseos, fue enterrado en un cajón simple con una cruz negra
pintada encima. Una muchedumbre acompañó el cajón hasta el Kensal
Green Cemetery, a pesar de los peligros en esos tiempos de guerra.
“Me pone nervioso
escribir aquí lo que realmente pienso del Padre Vincent McNabb —remarcó G.
K. Chesterton en su prólogo a Francis Thompson and Other Essays de
McNabb— por temor a que de alguna manera
me lo censure. Pero diré breve y firmemente que él es uno de los pocos grandes
hombres que he conocido en mi vida; que él es grande en muchos sentidos:
mental, moral, mística y prácticamente… Nadie que alguna vez haya
conocido, visto u oído al Padre McNabb lo podrá olvidar.”
Por su parte, Hilaire Belloc publicó en Blackfriars,
tras el fallecimiento del P. McNabb: “La
grandeza de su personalidad, de su enseñanza, de su experiencia y, sobre todo,
de su juicio, se destacaba totalmente por encima del mundo cercano a él… El
aspecto más destacable de todos era el temperamento de santidad… Puedo escribir
aquí desde una experiencia personal e íntima… He conocido, visto y sentido la
santidad en persona… He visto la santidad a pleno en los muy domésticos caminos
de mi vida, y el recuerdo de esa experiencia, que es también una imagen, me
sobrepasa ahora que escribo — tanto me sobrepasa que ya no hay nada más que
decir”.
Monseñor Ronald Knox, quien de alguna forma era tan
distinto, dijo, cuando se le consultó acerca de la posibilidad de iniciar un
proceso de beatificación en los años ’50, “el
Padre Vincent es la única persona que yo he conocido respecto de la cual he
sentido, y lo he dicho más de una vez, ‘él te da la idea de cómo deben ser un
santo’. Había una especie de luz en
torno a su presencia que no parecía ser de este mundo”. En una oportunidad,
según contaba Bernard Wall, luego de un almuerzo al que Knox lo había invitado,
el dominico se arrojó a sus pies y los besó —según una antigua práctica dominica
para agradecer a un buen anfitrión—.
Su obra, entre escritos completos y recopilaciones de sus
numerosos artículos y charlas, es vastísima: conferencias sobre la oración, la
fe, la razón y Tomás de Aquino, textos apologéticos, catequesis para niños,
ensayos sobre Distributismo y agrarismo, ensayos de filosofía y Tomismo, poesía
y cuentos, crítica literaria, biografías y hagiografías, estudios sobre la
guerra y el orden mundial, entre muchos otros tópicos.
Pocos se han atrevido a escribir una biografía completa.
El dominico Ferdinand Valentine, que apenas conoció al Padre Vincent,
intentó escribir la “oficial”, The Portrait of a Great Dominican (Retrato
de un Gran Dominico), pero —en realidad— se limita a una cuasi exculpación
psicológica de cosas que no entiende y no comparte de su biografiado. Por su
parte, es interesantísima la del ateo Edward A. Sidermann, With
Father Vincent at Marble Arch, “enemigo” de McNabb en el Hyde Park, que no
duda en expresar su admiración por su raro contendiente. En 1996 la Chesterton Review le dedicó un
número especial. Poco antes, también Fidelity ocupó
un número.